«Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Él les dijo: «venid y lo veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día.»
Juan 1, 38-39
Siempre me ha llamado la atención dos detalles de este pasaje bíblico que nos propone hoy la Sagrada Liturgia: Cómo llaman los discípulos de Juan al Señor y la respuesta que Jesús da a la pregunta que le formulan.
En cuanto a lo primero, la palabra rabbî significa, en realidad «maestro mío» o también grande, señor. Normalmente era una palabra con la que la gente se dirigía de una manera respetuosa a los doctores de la Ley. Al traducir esta palabra, los LXX (los sabios que hicieron la traducción de la Escritura del hebreo/arameo al griego) también usaron la traducción griega de kyrie que nos suena mucho por el Kyrie eleison de la Eucaristía. En todo caso, estos muchachos reconocen ya de entrada en Jesús a alguien especial, al Maestro, de hecho, es el que se posiciona más allá de la Ley, uno más grande que Moisés.
Nosotros, rodeados de tantos maestros, hemos de reconocer en Jesús al Maestro. Sus enseñanzas siempre han contrastado con las enseñanzas del mundo, pero su Palabra no pasará nunca, diferente a tantas palabras que han surgido a lo largo de la historia, pero que, aún habiéndose encumbrado como verdad absoluta, se derrumban ante las verdades que niegan, normalmente, la verdad de Dios. Todo tipo de totalitarismo, de ideología, de poder, han caído de su soberbia altura y, en ocasiones, de modo bastante estrepitoso. El Maestro y sus enseñanzas no pasan nunca. Y en tu vida, ¿cuál es la fuente de alimento intelectual? ¿Estás asumiendo, sin más, las nuevas ideologías totalitaristas que nos rodean? ¿Es Cristo tu Maestro?
En cuanto a la pregunta de los discípulos: ¿Dónde vives? me llama la atención lo siguiente: no hay gesto más hermoso de cercanía, convivencia, amistad, fraternidad y confianza que enseñar el lugar donde vivimos. En el seno de nuestro hogar podemos compartir de tú a tú nuestra intimidad. Abrir las puertas de nuestra casa y más aún, el gesto de compartir la mesa, es algo relevante, que marca un antes y un después en la relación de las personas. Jesús los invita a compartir esta intimidad, a ir y ver dónde vive. Es, por tanto, necesaria esta intimidad para ser su discípulo. Es necesario aceptar su invitación a compartir su camino, como lo hicieron ellos. El encuentro con Jesús propicia un cambio de identidad (el Señor le cambia a Pedro su nombre) e implica un cambio de vida a la luz de la vivencia con Él y el compartir con Él la mesa (la mesa eucarística, por ejemplo)