CASA DE ORACIÓN

«Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».

San Lucas 19,45-48

El templo es casa de todos. “¿Se puede?” Me dijo en estos días un chico. “¿Pides tú permiso para entrar en tu casa?” Le respondí. Y sonrió. El templo es casa de oración, lugar de encuentro. En él se une lo celestial y lo humano, es un puente entre dos realidades. Por ello, esta casa común hay que cuidarla.

Lo que hay en esta casa pertenece a la vez a dos esferas. Cada objeto, cada vaso, cada libro, cada imagen evoca lo sagrado, de ahí la importancia de sacralizar la vida en medio de esta sagrada casa. También es lugar de encuentro, fraterno, entre los creyentes y personal, de cada uno con el Señor, por eso es esencialmente casa de oración.

Me preocupa mucho ver que la desacralización, ese fenómeno que entiendo es la inconsciencia de estar ante lo santo o ante lo que lo evoca, se va apoderando cada vez más de los bautizados y, de manera tristemente frecuente, de los cristianos practicantes. Que nuestra casa sea casa de oración.

ZAQUEO

«Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

San Lucas 19,1-10

Zaqueo quería ver a Jesús, pero era bajo de estatura. ¡Cuántos anhelan ver A Jesús y ni siquiera lo saben! Los obstáculos que tengamos no pueden detenernos si en verdad queremos ver a Aquel que desea ardientemente encontrarse con nosotros. Bajos de fe, bajos de fuerzas, bajos de motivaciones humanas, enfermos, cansados, desilusionados… ¿qué podrá detenernos?

Somos recursivos, sabemos buscar cuando nos importa aquello que buscamos. Árboles hay muchos donde trepar, recursos para verlo pasar hay muchos, basta querer y buscar. ¿No nos dijo él mismo que sí buscábamos encontraríamos? Pero él no se conforma con que lo veamos, quiere hospedarse en nuestra casa. ¡En casa de un pecador! Sí, quiere quedarse donde hay tinieblas para que brille su luz salvadora.

Esta luz basta para iluminar los resquicios más hondos de la conciencia y para obrar el milagro de la conversión. Que potente es esta luz, va más allá de la recriminación, el regaño, la exhortación, la invitación, y tan solo basta una presencia para que, sin abrir la boca, oigamos su voz llamando al abandono de lo antiguo para abrazar lo nuevo. ¡Qué hermoso es este relato de Zaqueo!

TALENTOS

«Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor»

San Mateo 25,14-30

Dicen los expertos que los talentos eran una medida, la más grande, usada en tiempos de Jesús. Un talento era igual a cincuenta minas y cincuenta minas hacían tres mil siclos. Hablamos, pues de más o menos unos 34 kg. Más allá del talento como unidad de peso, nos interesa su significado: Dios nos ha dado a cada uno, uno o varios talentos que estamos llamados a multiplicar.

Cabe destacar varias cosas: el talento lo tenemos como algo dado, como un don del que se nos pedirá cuenta. El talento es diferente, sin embargo, a los dones del Espíritu Santo. Estos nos son dados a todos los bautizados por igual, mientras que el talento se recibe según las capacidades de cada uno. Otro aspecto importante, es que el talento se da para la edificación del cuerpo, de la Iglesia. No se da para ser guardado bajo tierra sino para que produzca.

El talento también es diferente de las cualidades personales. Estas son fruto de la educación, el ambiente o la genética. Los talentos, apuntan más a las aptitudes, al saber hacer, al arte y a todo aquello que se pueda entrenar.

Lo importante, pues, es descubrir nuestros talentos y ponerlos al servicio. De los demás.

TIEMPO DE DIOS

«El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará.»

San Luca 17,26-37

El papa Francisco dijo en 2013 en una homilía que nos movemos en el instante y el tiempo. Que el instante es nuestro, o al menos eso creemos, pero que el tiempo es de Dios.

Recuerdo que me ayudaron mucho estas palabras, me resultaron de mucho consuelo. El instante en el que nos movemos, aquello por lo que tenemos que atravesar, pasa de manera irremediable. Así, lo que será ya ha sido. Por el contrario, vivimos en Dios y su tiempo y este permanece, porque “Dios no se muda”.

ASTUCIA Y MANSEDUMBRE

«Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz».

San Lucas 16,1-8

El Señor no alaba la trampa que hace este administrador, alaba la astucia con la que obró. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz. Nosotros somos hijos de la luz, tenemos la luz de Cristo brillando en nuestro interior, la luz de la conciencia que nos ilumina para discernir los signos de los tiempos, una luz que nos permite saber que hacer ante determinadas situaciones, ante todo, aquellas en las que debemos defender lo sagrado.

Sí la luz de Cristo habita en nuestro interior, nuestra mente iluminada por él tenderá a la conversión, la metanoia, de la que hablaba San Pablo. De esta manera, la astucia se abrirá paso para ser precursora de la evangelización, de los buenos consejos, de las palabras de aliento y del amor, en definitiva.

El Señor dijo: Sed mansos como palomas y astutos como serpientes (San Mateo 20,16), se refería a esta astucia de la que estamos tratando: una especie de inteligencia espiritual que nos hace ágiles a la hora de tomar decisiones en pro del bien y del camino de Dios.

PLENITUD EN EL AMOR

«El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor.»

Romanos 13,8-10

La plenitud de la ley es el amor. La ley apunta al amor. Todas las leyes desembocan en el amor, son como entrenadoras y ‘capacitadoras’ para el arte de amar. Hablamos de las leyes justas, buenas y en especial de la ley divina sembrada en nuestro corazón. ¿Cuál es el fin de la ley? Enseñarnos a amar.

El amor tiene una característica esencial: no hace daño al prójimo, de ahí que toda ley que haga daño al prójimo y con mucha más razón al indefenso y al débil, es una ley perversa, desviada de su objetivo principal. La ley ha de actuar como pedagoga que conduce hacia lo bueno, lo bello y lo perfecto, y no una ocasión de destrucción y ataque de la vida.

La ley tiene, pues, una plenitud y está se encuentra en el amor hacia el que guía. Amparados en este conocimiento, amemos las leyes justas y sepamos ver la trampa de las leyes de muerte que están pululando por doquier.

GRATUIDAD

«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado.»

San Lucas 14,12-14

El versículo que he escogido para comentar hoy habla de la gratuidad, un concepto en desuso en nuestros días. El quid pro quo es una constante en nuestra sociedad, salvo en aquellos que han entendido que hay más alegría en dar que en recibir (Hechos 20,35), estos, a diferencia de aquellos, pueden gozar de la gratuidad y sus frutos duraderos. Son muchos los hombres y mujeres que están dando su vida en labores que llamamos de voluntariado pero que yo prefiero llamar labores de amor. Muchos de ellos puede que ni conozcan a Cristo y sin saberlo le estén sirviendo.

La gratuidad nos invita a un gran banquete, al que asistimos llenos de júbilo. Quedamos pagados con el solo hecho de invitar a compartir nuestra mesa con los que no pueden pagarnos invitándonos de vuelta. Nuestra recompensa está en el hecho mismo de disfrutar de la dignidad de cada comensal en la que se percibe a su Autor.

«¿No tenemos todos un mismo padre?»

«Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.»

San Mateo 23,1-12

Hay varios tipos de paternidad y el Señor no quiere “cargarse” ninguna de ellas. Está la paternidad biológica. Sería ridículo pensar que un hijo no pueda llamar “padre” a su progenitor. Tampoco estaría bien pensar que la paternidad espiritual ejercida por los ministros de Dios es algo que contraría el evangelio, como muchos quieren hacernos pensar. La paternidad espiritual es un tema fascinante y profundo, querido por Dios mismo y donado al creyente como uno de los dones más preciados.

El problema al que apunta Jesús lo tenemos en lo que concierne a la paternidad divina. Solo Dios es Dios y solo Él es el Padre de todos. Llamar Dios a aquello que no lo es sería lo mismo que proclamar una paternidad ajena a nuestra propia condición de hijos. Él nos ha engendrado para la vida eterna en el Hijo Unigénito. Somos hijos en el Hijo y es por ello que con toda propiedad Jesús es el Hijo de Dios por naturaleza mientras que tú y yo lo somos por adopción. No llamemos, pues, padre nuestro a nadie en la tierra porque solo Dios puede darnos la vida de hijos en el Hijo.

CURAR EN SÁBADO

«¿A quién de vosotros se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca enseguida en día de sábado?».

San Lucas 14,1-6

La curación del hombre con hidropesía es una ocasión privilegiada para recordar que el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc. 2,23.28) La ley puede convertirse para nosotros en un fin y cuando esto ocurre se pervierte porque ha sido puesta como lumbrera en nuestro camino. El sábado, la ley, ha de estar al servicio del verdadero fin del cristiano: la comunión con Dios Padre en Cristo Jesús.

En el caso de los fariseos, el cumplimiento de la ley era el cumplimiento de un fin en sí mismo, lo cual hace poner el acento en sus propias fuerzas. Tenemos de esta manera muchas actividades parecidas en las que el acento se pone en nuestras obras, las obras de la ley, más que en la gracia, en la obra de Dios

DEUDORES DEL ESPÍRITU

«Somos deudores, pero no de la carne para vivir según la carne. Pues si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.»

Romanos 8, 12-17

La “carne” para San Pablo es todo aquello que se opone al espíritu. No hemos nacido de la carne sino del Espíritu, por eso estamos llamados a vivir según el Espíritu Santo. Dar muerte a todo lo terreno como hijos de la luz y del día que somos, ese es nuestro cometido. Es difícil, pero con la ayuda de la gracia de Dios todo lo podemos lograr.

Creo que la mayoría ha tenido la experiencia de la muerte que trae vivir según la carne. Las obras del cuerpo, como las llama San Pablo, son fuente de muerte negativa, lo digo así porque no se asemeja en nada al ir muriendo a las obras de la carne por el Espíritu, ya que es él el que construye en nosotros un nuevo ser, una nueva criatura.