«Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».
San Lucas 19,45-48
El templo es casa de todos. “¿Se puede?” Me dijo en estos días un chico. “¿Pides tú permiso para entrar en tu casa?” Le respondí. Y sonrió. El templo es casa de oración, lugar de encuentro. En él se une lo celestial y lo humano, es un puente entre dos realidades. Por ello, esta casa común hay que cuidarla.
Lo que hay en esta casa pertenece a la vez a dos esferas. Cada objeto, cada vaso, cada libro, cada imagen evoca lo sagrado, de ahí la importancia de sacralizar la vida en medio de esta sagrada casa. También es lugar de encuentro, fraterno, entre los creyentes y personal, de cada uno con el Señor, por eso es esencialmente casa de oración.
Me preocupa mucho ver que la desacralización, ese fenómeno que entiendo es la inconsciencia de estar ante lo santo o ante lo que lo evoca, se va apoderando cada vez más de los bautizados y, de manera tristemente frecuente, de los cristianos practicantes. Que nuestra casa sea casa de oración.