El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano.
Juan 3, 34-35
El texto de hoy inicia con una contraposición entre el que es de la tierra y el que viene del cielo. Claramente alude a San Juan el Bautista de quien viene hablando y Cristo mismo. San Juan no puede dar más testimonio que lo que ha oído y visto en la tierra, mientras que el que viene de lo alto está por encima de todos y de lo que ha visto y ha oído da testimonio (v.31, 32) Con esto claramente apunta a su ser preexistente a toda la creación, a su condición de Dios.
Desafortunadamente, este testimonio no es aceptado por todos, aunque quien lo hace, da testimonio de la veracidad de Dios. Jesús como testigo de la verdad de Dios posee la plenitud del Espíritu, por ello lo da sin medida, ya que todo es suyo y el Padre lo ha puesto todo en sus manos.
Finalmente, el versículo 36 nos habla de las consecuencias tanto de creer como de no creer: la vida eterna y la ira de Dios. Con lo anterior queda claro que la vida eterna consiste en Cristo: Él es la vida eterna, el nos manifiesta lo eterno y nos revela la eternidad junto a Dios, nos muestra a Dios mismo. Creer en Él es gozar y vivir ya la vida eterna. Ahora bien, la ira de Dios, concepto judío con el que interpretaban el castigo de Dios para los rebeldes, queda cancelada, ya no por el cumplimiento de la Ley, sino por el creer en Cristo, hemos sido cubiertos por su Sangre y el peso de la ira que nos tocaba, lo cargó Él sobre su espalda: Él nos ha librado de la ira. Y queda claro, pues, que quien no acepta este sacrificio, la ira de Dios pesa sobre él.
Pero, más allá de la vida eterna, del cielo, del premio o del castigo, de la ira, etc., está una persona maravillosa que, cuando la conoces, estableces una relación de verdadera amistad, junto a la cual da gusto estar, tan amada, que estás dispuesto a todo por ella. Esa persona es Jesús, vida eterna, Hijo de Dios, salvación, Señor, juez… pero, ante todo y sobre todo, amigo.