TENTADOS EN EL DESIERTO

Cristo se hizo hombre y se hizo igual a nosotros en todo, menos en el pecado (Hb 4:15). Su solidaridad con el ser humano pasó por experimentar la debilidad de la tentación, fue tentado, igual que nosotros somos tentados. Sin embargo, Él no pecó, no cayó en la tentación, mientras que nosotros le rogamos todos los días “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”. Nuestra debilidad pasa por sus manos y nuestras pocas fuerzas se ven fortalecidas por la ayuda de su Espíritu Santo.

El enemigo es vencido gracias a la llenura del Espíritu Santo y a la fuerza que infunde en nosotros el Pan de la Palabra. Nos dice san Lucas que el Señor fue llevado al desierto para ser tentado y que estaba en Él el Espíritu Santo. ¡Qué importante es contar con la fuerza interior que da el Espíritu de Dios! Solo en Él encontramos nosotros el fundamento firme sobre el cual sentar una batalla contra las fuerzas del mal, es más, Él es el que pelea e intercede por nosotros con gemidos inefables (Rm 8:26). Entre tanto, contamos con la luz de la Sagrada Escritura con la que vemos que Jesús rebate los ataques del enemigo. La voz seductora del diablo se calla ante la Palabra de Dios.

Finalmente, el festejo de ese Pan Vivo bajado del cielo (Jn 6:51), de Jesucristo, nos aporta todo lo que espiritualmente necesitamos para que el enemigo no nos encuentre débiles y frájiles. La Eucaristía es para nosotros el sustento, el alimento que da vida y nos aporta la salvación actualizada a lo largo de todos nuestros días: Cristo mismo se queda y si Él está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rm 8:31) ¿Qué combate hay que no podamos vencer? ¡En Él somos más que vencedores! (Rm 8:37) ¡Todo lo podemos en Él que nos da la fuerza! (Fl 4:13) Pidamos al Señor que jamás dejemos de confiar en su presencia en medio de nuestros desiertos y de nuestras tentaciones.

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