Me gustó mucho la palabra usada por el Papa Francisco hablando de la dureza de corazón: esclerocardía, en un contexto de juicio y de cerrazón contra el prójimo.«El Evangelio nos anima a ser humildes y a no apuntar con los dedos a los demás para juzgarlos, mas bien debemos acercarnos a ellos y nunca creernos superiores», bellas palabras con las que daba apertura al Sínodo de la Familia.
Y es que, como nos lo recuerda la lectura a los Hebreos, el corazón puede también transformarse en negativo, llevando a quien lo permita a disertar De Dios, a endurecer el corazón. Obviamente, este abandonó también se da para con el prójimo, de ahí que, de la dureza de corazón surja la indiferencia.
Pidámosle a Dios que no endurezcamos nuestro corazón, que arranque el corazón de piedra y lo transforme en un corazón de carne misericordiosa, como el corazón de Su Hijo.
«Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (Lucas 4:37-38)
Cuando la Dei Verbum n. 2 nos dice que las obras y las palabras en Jesús se relacionan entre sí, confirmándose y apoyándose mutuamente, creo que se refiere a pasajes como este. No solo nos invita a seguirle y servirle en los hermanos, sino que Él mismo nos levanta de la postración, nos coge de la mano.
En esta escena del Evangelio ver a Jesús toma de la mano a la suegra de Pedro y le ayuda a levantarse, es un gesto significativo. El Señor nos pide servirle, servir a los hermanos, pero para ello, primero, nos capacita, nos lo posibilita. Levantó a la humanidad caída y en el Hijo nos reconcilió, cosa imposible de lograr sin su ayuda. E individualmente, Él alza de la basura al pobre (Salmo 112), ha visto nuestra indigencia y ha venido a levantarnos de nuestra postración.
Lo más lógico y esperado es que hubiera tocado la frente de esta buena mujer, pero tomó sus manos, he ahí la fuerza de Dios dándole ánimos para que pudiera seguir la misión de servicio. Es así como tocándonos también el Señor nos hace discípulos para que anunciemos a los hermanos lo que Él ha hecho por nosotros, para que, demos testimonio de su obrar en nosotros.
Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. (Hebreos 2:10)
Siempre que escucho esta cita de la carta a los Hebreos no puedo más que asombrarme. Dios perfecciona y consagra al guía de la salvación, Jesucristo, con el sufrimiento. Esto parece estar en total desacuerdo con uno de los instintos más básicos y primarios del ser humano y de otras especies animales: solemos huir a todo aquello que amenace nuestra integridad física, psíquica y moral. ¿A qué se refiere entonces este sufrimiento? Cuando dice la Escritura que Jesús aprendió sufriendo a obedecer (Hebreos 5:8), ¿qué quiere decir?
Nos resulta obvio que Dios no tienta a nadie ni puede ser tentado por el mal (Santiago 1:13), pero esto no significa que el mal y sus consecuencias, que hacen sufrir a los hijos De Dios, no existan. Existen y, de hecho, el mal físico (enfermedades), natural, (tsunamis, terremotos, accidentes…) y morales (daño provocado por el mal uso de la libertad propia o de otros), estos son causa del alejamiento de muchos de Dios, (como también del acercamiento to de otros tantos).
Hay, pues, males que no podemos evitar: esos hemos de asumirlos. Si no los podemos evitar (son la mayoría) al menos viene bien aprovecharlos y redimensionarlos uniéndolos a la cruz de Cristo. Ellos nos ayudan a crecer en muchas virtudes: templanza, paciencia, esperanza, tenacidad, fortaleza, dominio de sí y muchas más. También nos van consagrando, ya que el amor con el que asumimos lo inevitable, lo que no podemos hacer nada para cambiar, ha de ser hecho no con resignación Cristiana, sino con amor cristiano. Pidámosle al Señor que seamos capaces de lograr vivir de esta manera.
«Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»
Marcos 1:15
Hoy empezamos el Tiempo Ordinario. Y en esta primera semana meditaremos sobre el mensaje de Jesús en el capítulo uno, donde San Marcos nos señala el inicio del anuncio del Señor y lo que constituye el núcleo de la Buena Nueva. Posteriormente, veremos parte del capítulo dos, e iremos avanzando interrumpidos por los evangelios dominicales. Lo importante es darnos cuenta de que el Tiempo Ordinario se caracteriza por centrarse en el mensaje, no solo moral, sino también en las obras de Cristo, lo que nos ayudará a ir creciendo también en nuestra propia respuesta de fe.
Concretamente, hoy destacan varias cosas a tener en cuenta:Jesús es el que va y elige a los que quiere (Marcos 3:13) Esta llamada no hace distinción de personas y espera hallar grandes méritos: es una llamada «gratuita y graciosa”, como dice un amigo mío.La llamada espera una respuesta que, necesariamente, cambia el rumbo de la vida: os haré pescadores de hombres (Marcos 1:17)La llamada se enfoca a la penitencia, a la conversión: un cambio de ópera en el corazón de aquel que es encontrado por Jesús, que se deja amar por Él y que recibe el don inconmensurable que Dios le ofrece.¿Y por qué yo?, preguntan algunos. ¿Y por qué no? Se les podría responder. Dios nos elige porque quiere, aunque nos sintamos los más indignos: de lo más vil y menospreciado ha elegido Dios para avergonzar a los fuertes (1 Corintios 1:28)Por puro amor: No te elegí por ser el más importante y meritorio de los pueblos (Deuteronomio 7:8) Esto referido a Israel, ¡cuánto más con nosotros, sus hijos de adopción!
«Y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como de una paloma; y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo; el amado, el predilecto»
Lucas 3, 22
Sabemos que Juan el Bautista no solo se limitó a bautizar para preparar los corazones de la gente para la llegada del Mesías, sino que también predicó sobre aquel que todos estaban esperando y lo señaló después llegado el momento de su manifestación en el Jordán. Con su fama y tantos fans, Juan mantuvo su humildad y fue capaz hasta de expresar frases tan impactantes y que contrarrestan el afán de aparecer y de éxito a toda costa que vivimos hoy: «Es necesario que Él crezca y que yo mengüe»(Juan 3:30). Al respecto, me gusta mucho lo que escribió san Agustín:
Aprended del mismo Juan un ejemplo de humildad. Le tienen por Mesías y niega serlo; no se le ocurre emplear el error ajeno en beneficio propio (…) Comprendió dónde tenía su salvación; comprendió que no era más que una antorcha, y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar.»
S. Agustín, Sermones 293,3
Dios Padre, al igual que Juan, señala también a su Hijo con el Espíritu Santo que se manifiesta de forma corpórea como una paloma. Lo que pronuncia la voz del Señor me hizo entender que había algo que no encajaba: en unas traducciones pone Tu eres mi Hijo, el Amado, en quien me complazco mientras que en otras Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Estudiando un poco más, en versión trilingüe de José María Bover y José O’Callaghan, traducen según la primera forma antes escrita: En soí eudókisa y in te complacui mihi. Pero la versión Oficial de la Conferencia Episcopal tiene un pie de página en el que aclara que la segunda frase yo te he engendrado hoy al parecer es un añadido del códice D para hacer que coincida con el Salmo 2,7. En todo caso, más allá de todos estos tecnicismos, lo importante es esta confirmación de la identidad del Hijo, la presencia del Padre y la acción del Espíritu Santo. ¿Cómo pueden explicar esto aquellos que no creen que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo son un Único Dios, una única naturaleza pero tres Personas distintas? Siempre me ha fascinado este misterio de la Santísima Trinidad y lo que se puede alcanzar a comprender hace que me sienta pequeño ante tanta grandeza.
Esta fiesta centra la mirada también en otro hecho significativo del Señor: ¿por qué se mezcla en medio de la gente, se mete al agua y pide a Juan que lo bautice? ¡Pero si Él no tenía pecado! Jesús acude allí para cumplir toda justicia: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia» (Mateo 3:15) Y lo más sorprendente, es que el recibir la Gracia de Dios es lo más justo, pues sin ella no podemos nada, no tenemos nada que no hallamos recibido (Cf. 1 Corintios 4:7), y la puerta a esta Gracias y a todas las gracias (Sacramentos) es el Bautismo. El Señor acababa, con este gesto, de santificar el agua del Jordán, y en él, todas las aguas del planeta, de crear el más hermoso regalo que un ser humano puede recibir: el Bautismo.
«Pues tres son los que testifican: El Espíritu, el agua y la sangre, y los tres coinciden en uno.»
1 Juan 5:7
Desde época muy temprana la comunidad cristiana tuvo que enfrentar pensamientos y formas de entender la persona de Jesús que, o bien negaban su divinidad o, por el contrario, negaban su humanidad. Los gnósticos, por ejemplo, al parecer están como telón de fondo de este versículo, del testimonio de Dios Padre sobre su Hijo Jesucristo, hilo conductor de este capítulo. Y es que los gnósticos llegaron a decir que Jesús había sido adoptado como Hijo en el momento en el que fue bautizado (testimonio del agua) y que esta investidura divina le fue arrebatada en el momento de su muerte (el testimonio de la sangre)
San Juan se opone a esta doctrina herética aclarando que el agua y la sangre dan testimonio, pero también, el Espíritu, negar la conjunción de los tres, sería negar el testimonio mismo de Dios Padre sobre su Hijo: hacerlo mentiroso (v.10) En varias ocasiones se nos narra la teofanía: Dios, en sus tres personas, se manifiestan: en el Jordán, el Hijo mientras es bautizado, el Padre dejando oír su voz desde la nube y el Espíritu Santo manifestándose corporalmente, como una paloma. También está la teofanía en el Tabor: el Hijo hablando con los otros dos personajes bíblicos, de nuevo la voz del Padre y la Nube que los cubrió (presencia del Espíritu Santo).
En muchas ocasiones es complicado pensar en este triple testimonio y tienes que echar mano a la única visión con la que lo puedes ver: los ojos de la fe. Alcanzar tan solo a imaginar al Dios Uno y Trino, cuesta.
Nosotros amamos a Dios, porque Él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.
1 Juan 4, 20
Dios es amor (1 Juan 4, 8.16), he aquí el resumen de toda la Escritura. He aquí el hilo interno que se desliza por cada una de las páginas de la historia de Israel, de la Iglesia, de cada uno de nosotros. Esta es la revelación más grande que hayamos recibido de Dios: su propia naturaleza. A respecto leemos en el Catecismo:
Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 221
De ahí que sea tan apremiante que el quien ame a Dios, ame también a su hermano (1 Juan 4, 21), de lo contrario, estaríamos asistiendo a una mentira solapada, porque aquel que le ha dado el ser a mi prójimo, lo ha hecho como Dios Amor, a su imagen y semejanza; la salvación sobre la Cruz en el Hijo Amado, ha sido también por mi hermano. Entonces, ¿quién soy yo para odiar, despreciar, discriminar, marginar… la obra del Amor de Dios.
Muchos cuando llegan con sus quejas contra otros se asombran cuando les digo que su familiar, su amigo, ese vecino odioso, etc., son capaces de Dios, que Él también les ama, claro que quiere que se conviertan, que sean mejores personas. Claro que ve el daño que pueden estar haciendo, pero les ama, ¿por qué? ¿Acaso porque Dios no se entera del daño que están haciendo? ¿Se muestra indiferente ante el daño que hacen o se hacen? NO, claro que no, lo que pasa es que no podemos exigir a Dios que actúe de otra forma que no sea conforme a su naturaleza que es amor.
Recuerdo hace muchos años estaba en una sala de espera en un hospital de Alicante. Me senté justo debajo de una televisión que estaba encendida, con subtítulos, sin volumen. Las personas de las sillas de enfrente miraban con gran interés el telediario. Al parecer, unas declaraciones de un obispo que llamaba al perdón, a la reconciliación, a estar con las víctimas, pero también a tener esa capacidad de perdón. Un señora se puso en pie, y delante de todos dijo: Hay que ver, ahora estos se ponen del lado de los asesinos. Entonces respondí, de forma serena, clara y en buena voz como lo había hecho ella: Y qué quiere usted, señora, que prediquemos, ¿el odio? Dios es Amor, no podemos predicar más que lo que tiene que ver con el amor. Me quité la bufanda que llevaba puesta para que viera que era un sacerdote. Me miró, esbozo una tímida sonrisa, y se volvió a sentar.
Sabemos que Dios es Amor, es Misericordia, y por ello practicamos el perdón, porque no hay cosa peor que ser dejado en nuestro camino, para recorrer el mundo según nuestros antojos, tal como dice la Escritura (Salmo 81:2; Romanos 1: 28) Nadie hace daño a la obra de Dios, sin caer en una contradicción, y más cuando se trata de otro ser humano. ¡Ay de los que caen en esta dinámica de daño contra alguien y no se arrepienten! ¡Ay de los que creen que, porque han salido impunes de la justicia humana, podrán escapar el duro camino de andar solos por la vida, apartados del amor de Dios! Cuando el Señor nos invita a orar por nuestros enemigos, nos invita en realidad a despojarnos del odio, a no caer en la misma dinámica del mal y, sobre todo, a interceder para que quien hace daño deje de exponerse al mal irremediable que tendrá que sufrir tarde o temprano, dada su obstinación.
Pidámosle a Dios que nos ayude a cuidar ese don tan grande que está íntimamente unido a nuestro ser: El amor y la capacidad de amar con la que Él nos ha creado.
«El CD Altet y el Club Atlético el Altet hicieron entrega a Caritas de los alimentos y productos de primera necesidad recogidas durante estos días. Gracias a la población de El Altet por su ayuda y compromiso. ¡Seguimos! ¡Aúpa!»
«No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud del amor.»
1 Juan 4, 18
El Evangelio que hemos escuchado hoy nos narra la travesía de Jesús yendo hacia la barca donde estaban sus discípulos. Estos se llenaron de temor porque vieron que alguien se acercaba caminando sobre el agua. La voz de Jesús es muy clara: «¡Ánimo!, que soy yo; no tengáis miedo» (Mateo 14, 27) Les invita a la calma, a reconocerlo en medio de la noche, aún mecidos por el oleaje y aún teniendo el viento en contra. Él es el que camina sobre las aguas; Él es el que hace que el viento amaine. ¡Qué gran don el ser capaces de reconocer a Jesús en medio de nuestra vida!
El apóstol san Juan nos aclara que, el temor es expulsado por el amor perfecto, esto es, cuanto más vaya asemejándose nuestro amor al amor de Jesús, mucho más lejos estará de nosotros el temor, ya que éste es fruto de la duda, de la inseguridad, de la incertidumbre, de la oscuridad y del mar convulso. Mientras que la confianza, la esperanza, el fiarse y tener la vida cimentada sobre Cristo, pertenecen al amor.
Cuando amamos, todo lo que hacemos tiene una base sólida. La motivación en el obrar es desbordante, no agobiante y aporta felicidad a quien lleva a cabo lo que debe y resulta la acción ir más allá del deber para convertirse en una verdadera alegría, una suerte, la suerte de amar. ¿Cómo temer en tales circunstancias? No hay temor para el que ama, si ama imitando al Amor.
Era ya una hora muy avanzada cuando se le acercaron sus discípulos y le dijeron: «El lugar está deshabitado y ya es hora avanzada. Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer.» Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.»
Marcos 6, 34-44
Este texto hay que entenderlo en contraposición al banquete herodiano en el que se decide poner fin a la vida de Juan el Bautista. Muerte y vida se contraponen. El rey mundano y el Rey de reyes. La falta de misericordia y la injusticia con el del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Juan 10, 11-18) El corazón de Cristo es un corazón que sabe compadecerse, que toma la iniciativa: Él es el Pan de Vida (Juan 6, 35) que se parte y comparte.
En cuanto a nosotros, en muchas ocasiones podemos tomar una actitud de indiferencia, pero también una actitud de compromiso con los menos favorecidos. Así, el «darles vosotros de comer» se convierte en un imperativo que nos compromete a los unos con los otros; en una gran suerte llamada compartir, en un estilo de vida eucarístico.
Pidamos al Señor que nos ayude a tener su mirada, a anticiparnos a quien nos necesita, a dales nosotros de comer. Y, del mismo modo, que seamos capaces de acudir en busca de ayuda cuando lo necesitemos.